jueves, diciembre 07, 2017

Cuando la calle se inundaba

Había parado de llover rabiosamente y nos juntamos en la vereda con hojas de papel para armar barcos. Yo le había sacado hojas blancas a la maquina de escribir de mamá que siempre estaba sobre la mesa de la cocina. Era moderna porque era color naranja y tenia una tapa con manija para transportarla cual valija, y en una parte decía “Olivetti”. A la hora de la cena mamá la corría a la punta de la mesa. Y después de cenar, volvía a ponerla en su sitio original y continuaba con el ajetreo ágil de dedos invadiendo el ambiente con el sonido normal de cada noche: el de las teclas y el que producía esa manija que hacia deslizar la hoja en la maquina para continuar escribiendo en renglones.
La calle Mitre juntaba agua hasta la altura del cordón de la vereda con cada lluvia de verano (o de invierno) y nuestra imaginación nos convertía en navegantes de barcos de papel hasta que un micro de larga distancia doblaba por la esquina y sufríamos una tormenta violenta, la mas temible de todas y nuestras embarcaciones quedaban devastadas, naufragadas e inservibles.
Luego volvíamos a jugar con una pelota. Siempre había una pelota compañera, que era parte de nuestro grupo de amigos, como un amigo mas.
La calle Mitre era el escenario de nuestros juegos, sueños, peleas, tristezas y alegrías. La escenografía de nuestros primeros amores y nuestras primeras preocupaciones que iban desde conseguir una pelota nueva, al destino de la pobre Hilda, de la casa de mitad de cuadra, cuyo marido se había muerto congelado en la Antártida por haberse dormido borracho, con la ventana abierta. Y testigo de mis primeros nervios conscientes. Ahí venia él, caminando desde la esquina, a paso tranquilo.
En al barrio había dos personas que aceleraban la carrera de mi sangre por las venas con la sensación del corazón a punto de estallar.
Una de estas personas era el Panza Jauregui. Nunca supimos cual era su nombre completo e imaginábamos que era un gordo adelgazado porque panza tampoco tenia. Era difícil adivinar su edad debajo de las vestiduras sucias y andrajosas y de su barba negra y voluptuosa. Pero saltaba a la vista que él era adulto y nosotros niños. Cuando lo veíamos venir caminando desde la esquina dejábamos de jugar y hacíamos silencio, como cuando pasa la bandera de ceremonia en los actos del colegio. Claro que estábamos en la calle y el de ceremonioso tenia solo su silencio. Era el linyera del pueblo. Le teníamos miedo. Se decía que había matado a su mamá, pero era fácil suponer que todo era invento de una lengua despiadada con ganas de manchar sin fundamentos la reputación ajena. Con los años se lo siguió viendo caminar por las calles del pueblo son la misma parsimonia de siempre. Nadie sabía en donde vivía, hasta que un día, muchos años después, lo supieron todos ya que se había mudado a la plaza principal del pueblo, frente a la municipalidad. Al parecer, un año, el municipio decidió hacer algo por el pobre panza quien fue trasladado a un hospital psiquiátrico en Buenos Aires. Muchos vecinos se quejaron a través de diferentes medios sobre esta decisión que parecía ser un acto de abandono a este de por si triste hombre. Era depositarlo en el lugar del olvido, la perdida de identidad y la desidia. Nunca se supo bien que paso, pero un día el Panza volvió a su hogar, la plaza.  Su lugar propio, sin techo. Seguía abandonado pero al menos ahí tenía identidad. En el pueblo era el panza Jaurégui y se ve que el se extrañaba a sí mismo.
Una vez, mientras jugábamos y lo veíamos pasar, observamos que caminó por el jardín del frente de mi casa y toco timbre. Me invadió el miedo, mi mente se pobló de posibles sucesos macabros que me dejarían huérfana de madre y desdichada toda la vida. Corrí con el alma sofocada en arena, saltando baldosas que en ese momento parecían dunas en el desierto, a socorrer a mi mamá, a salvarla de una muerte injusta y sin sentido en manos de un ser oscuro. Al llegar al umbral de la puerta mi mamá le convidaba un cigarrillo, que era lo que el había pedido.  Durante ese día no volví a jugar en la vereda y me quede adentro de casa, con mi mamá, disfrutando el repiqueteo de las letras de la maquina de escribir, que por primera vez me parecía un sonido dulce y armónico casi como una canción de Flavia en La Ola esta de Fiesta, y tomando mucha leche chocolatada Toddy.
Pero ahora, desde la esquina se acercaba la otra persona que tenia mi vida en sus manos. Jorgito. Vivía a la vuelta. No era de nuestra cuadra, pero iba a la escuela con Anahí y Victoria y cada tanto se sumaba a nuestros juegos. Era dos años mas grande que yo y era para mí el ser mas bello del universo. Estaba enamorada como se enamora uno en la edad de la inocencia y la vida sin fin; con el corazón entero y prometiendo amor, porfiadamente, hasta el fin del universo.
Hasta el infinito punto rojo.

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